María del Carmen se me puso a la par mientras desandábamos el camino hasta el ómnibus de turismo. Buscó mis ojos infructuosamente pero con insistencia hasta que la vista de una pequeña zorrita reposando entre la maleza nos reunió la mirada.
-Vos también ¿no?....
-¿Qué cosa?- respondí
-No te hagas el distraído. Vos también te acordaste del cuento de Ceferino, ¿no? ¿o me equivoco?
-No, no te equivocás…para nada… ¿Viste que hermosa que es la zorrita. Seguro que siempre le dan de comer y por eso espera que salgan los turistas…
-No me cambies el tema...
Ceferino Sánchez había sido el feliz propietario de una chacrita en el sur de la provincia de Buenos Aires. Dieciséis hectáreas de pampa seca y arenosa que por la gracia de dios y la promoción de tierras para los inmigrantes su abuelo había conseguido obtener hacía ya casi miles de años. El ranchito ubicado junto al eficaz molino y el tanque australiano no pasaba de ser una tapera con aspiraciones. La fauna reunida en ese pedazo arbitrario de la república consistía en un Gallo llamado Coco y que de cariño llamaban Coquito, que atrasaba los amaneceres y adelantaba las caídas del sol sin que nadie le diera importancia o siquiera le prestara atención. Veinte gallinas blancas y anónimas que deambulaban por allí sin detenerse a analizar aquello que mandaban al buche con infernal vehemencia. Lombrices que eran tan rápidamente consumidas que ni siquiera había tiempo de nombrarlas. Una gallina negra, bautizada Pepa, que vivía en una eterna confusión de identidad, adoptando las labores y responsabilidades que les estaban encargadas a los perros del lugar, y que seguramente si pasara un cartero o un diariero entregara las noticias, llevaría en el pico las cartas o el diario junto con un par de alpargatas mullidas hasta la cama de Ceferino para que comenzara informado y cómodo su día. En el corral Aurora la vaquita casquivana y lechera, soltera pero eternamente preñada, mugía sin disimulo sus ubres llenas a las cinco de la mañana para que los hijos de Ceferino se levantaran y la vinieran a ordeñar, mientras la Chancha , viuda desde el último San Martín vivía en ascuas sabedora de que el simple hecho de no haber recibido nombre le auguraba un futuro chacinado y sombrío. Custodiando todo , dos perros malos y empedernidos, el uno llamado Vizcacha por ser sabedor de sus costumbres y apto para la caza, mientras que el otro, mezcla de Gran Danés y Chihuahua, recibía el nombre de Bicho, por abichado e inteligente y porque en su lomo se podía ver muy claramente una mancha negra sobre fondo pardo con la forma de un vinchuca alerta, es decir: con las antenas paradas.
Y es que el pobre cánido era nido de cuanto parásito andaba suelto. Tenía, sanguijuelas, chinches, pulgas, vinchucas, garrapatas, piojos. Todos preferían atacar a Bicho por sobre el resto de los perros mortales porque seguramente su sangre tenía algún pretencioso bouquet a fruta madura o a vino joven en barricas de roble estacionado.
Esta particular preferencia de los amigos de seis patas había tenido serias consecuencias en el pobre animal que además de haber perdido un ojo en una infección mal curada, vivía eternamente flaco mostrando todas sus costillas y gran parte de su pelaje raleado por la acción de la sarna.
Ceferino había pensado en sacrificarlo en más de una oportunidad, pero el Bicho era bicho y se la venía venir mucho antes que el hombre cargara el arma y se desaparecía por un par de días hasta que la idea homicida abandonara la mente de su amo.
El resto de la chacra era tierra de nadie en una guerra perdida. Ceferino había plantado de todo. Probó con los frutales y se le abicharon, sembró trigo y el rinde lo dejó con deudas. Sembró choclo y salió hecho. Plantó lino y los barrió la inundación del 85. Por último intentó con la vid y las cosas parecieron cambiar aún cuando la producción solo sirviera para uvas pasas.
Pero un día las acequias amanecieron secas y el agua nunca volvió a tiempo.
Amadeo Spichiafuoco un tano de pocas pulgas y mayor dinero, era el dueño de una estancia ubicada arroyo arriba y sus sembradíos estaban consumiendo casi todo lo que el arroyo traía. Ceferino lo conocía y temía desde hacía mucho tiempo. Era un hombre trabajador pero poco solidario, que cuando se vio sometido a la obligación dictada por el juez de turno de abrir las compuertas para compartir el líquido elemento lo hizo con avaricia y mezquindad como si Mussolini aún viviera y el mundo siguiera en guerra.
Las vides no sobrevivieron al tiempo de las querellas y Ceferino se vio en la necesidad de cambiar de cultivo aún sin haber recolectado nada más que deudas.
Atanasio Méndez, el dueño de los Ramos Generales del cercano pueblito de Juan José Paso, pegadito a la abandonada estación de tren, le había comentado que se pagaba bien todo aquello que en las ciudades llamaban Orgánico y allí se fue Ceferino a averiguar de qué se trataba el cuento.
Se decidió por los arándanos, un poco porque le eran fácil de trabajar y otro porque Atanasio le dijo que le daría una mano con el tema del envasado y la venta al exportador. La cuestión era que no podía utilizar ningún tipo de herbicida ni producto que pudiera contaminar el cultivo. Todo debía ser sano y natural.
A su juego lo habían llamado.
Ceferino se gastó sus últimos pesos y sacó cuanto crédito le dieron para iniciar el negocio. La propia tierra había servido como garantía y la jugada parecía convertirse en su última oportunidad. Rosario , su mujer, lo observaba con mirada cansina, ya vencida por tantos intentos de despegue que terminaban en caída, pero como fiel compañera que era, lo acompañaba con una sonrisa. Dura mezcla de sonrisas y miradas que se contraponían.
Los primeros meses todo funcionó de maravillas, el mantenimiento era escaso y solo se permitían unos pocos productos orgánicos para combatir alguna plaga inesperada que por suerte nunca llegó. Lo que sí llegó fue el organismo de control del Estado que revisó las primeras partidas de la fruta recién cosechada. Su valor dependía de ello. Libre de contaminación era igual a un alto precio de venta, contaminada casi no valía el esfuerzo.
Nada de orgánico, sentenció la junta del SENASA, todo estaba contaminado con organofosforados. Atónito Ceferido solicitó el análisis de una segunda muestra con el mismo resultado. El suelo estaba contaminado y contaminado con un desmalezante que se utiliza solo en el cultivo de la soja.
-Pero soja yo nunca he sembrado - se decía Ceferino haciendo un esfuerzo por recordar si su padre o su abuelo en alguna oportunidad lo habían hecho, pero no. Había algo raro y no fue otro que el hijo de Atanasio, que era ingeniero agrónomo, el que le sacara la espina del costado.
-En lo del Amadeo andan sembrando soja. Pá mí que el viento o el agua se lo trajeron pá su rancho.-
Amadeo. El Tano Amadeo. El nieto de Mussolini que se había venido a vivir al campo.
Así fue como Ceferino quedó en la ruina y debiendo. Las gallinas dejaron de ser veinte, la chancha ya no necesitó nombre y Aurora no vio nunca más amanecer.
Un buen día el capataz de don Amadeo, el Cirilo López, hombre de pocos escrúpulos y menos inteligencia, se presentó para avisarle al Ceferino que su patrón le tenía una oferta por su campo. Que no sabía cuánto, pero que seguro le iba a alcanzar para empezar algo chiquito en otro lado siempre y cuando sus hijos dejaran las veleidades del estudio y lo ayudaran trabajando.
Ceferino lo miró feo y se quedó pensando un buen rato hasta que le dijo al Cirilo
-Decile a tu patrón que si es de endeveras que se venga con la propuesta el viernes al mediodía que lo invito a un buen asado mientras lo charlamos. Decile que son cosas que se hablan frente a frente y que hace rato que lo quiero saludar-
Y ahí nomás se fue a afilar el facón que le había regalado su padre allá por el 35 y que nunca había dejado de usar.
El viernes al mediodía mientras María y los chicos terminaban de poner la mesa bajo el Arrayán que oficiaba de toldo, Ceferino ya había avanzado la cocción de un cordero puesto en cruz y una gallina que se asaba al disco de arado sobre las brasas.
Amadeo y Cirilo habían llegado en su camioneta levantando el polvo del camino real como anuncio de su llegada que seguramente verían a más de veinte leguas a la redonda.
Venía con cara de culo y pocas ganas de confraternizar.
¿Un vinito? Convidó Ceferino a su ofertante en plan de sonsacarle con el alcohol lo que de buenas y sobrio jamás podría.
Y los dos hombres aceptaron el convite.
La tarde transcurrió tranquila entre brindis, charlas, truco y taba, mientras Amadeo y el Cirilo devoraban el cordero adobado hasta dejar solo el recuerdo de él.
-…trescientos pesos la hectárea y le estoy pagando por encima de su valor. Pregunte y va a ver. Yo que usted aprovecho. Dicen que el gobierno está por poner más impuestos a la tierra y que esta zona la están regalando. Déle aprovéchese de mí que estoy con el vino alegre…trescientos pesos…
Ceferino lo miró sonriendo. Consultó con la mirada a su mujer y acarició el mango de su facón en un gesto inadvertido y casual.
…no mi amigo- le dijo Ceferino- aquí nos morimos los Sánchez. Quebrándonos el lomo en el surco como siempre…No se vende…
Amadeo subió su oferta dos veces más, e igual cantidad de veces Ceferino se acarició la barba y a su facón mientras con una sonrisa cómplice miraba a su esposa la Rosario. Era obvio que Ceferino estaba plantado en una idea que aunque lo llevara a la ruina a él y a los suyos sería imposible de cambiar.
Y no se vendió nada. ¡Que vá ¡ Pero, curiosamente, Ceferino se puso alegre.
El recuerdo de este episodio me vino a la mente al mismo tiempo que a María del Carmen, quién mirándome me preguntaba y asentía con la cabeza a cada idea que galopaba mi mente sin prestarle atención ni al ómnibus de turismo ni a la zorrita que nos miraba expectante.
El aire del campo, el cordero en la cruz, el vino corriendo libremente, algo de ello nos había traído el recuerdo.
Allí estábamos, compartiendo junto a Alicia y Marta, dos colombianas llenas del calor y la pasión que su tierra imprime en cada uno de sus hijos con ese constante parlotear quebrado por carcajadas, mohines y cadencia seductora del hablar tipo "carreta", tan típico de los costeños y junto a ellas Pepe y Paca, un matrimonio de Valencia que se nos había unido en la excursión, completaban la mesa donde nunca había dejado de llegar comida y bebida para que nos hartemos hasta que fuera imposible no soñar con dormitar una siesta.
El paseo había sido uno de los clásicos de la bella Tierra del Fuego. Luego de pasar por Ushuaia , navegar el Canal de Beagle y llegar al fin del mundo en La Pataia, completamos la estadía con una visita a los lagos escondidos y a un parador restaurante de donde partían en invierno los trineos de nieve tirados por perros. Allí nos esperaba el almuerzo típico patagónico para turistas: el Cordero Patagónico. “El” cordero.
Claro, sin nieve, en temporada baja, los canes se ven aburridos y apáticos. Cada uno atado a su poste mientras otros comparten un mismo canil y los empleados se dedican a limpiar el desorden. La visita transcurrió entre la adoración que todos profesan por los Husky y la extraña sorpresa de que otras razas también sirvieran al mismo fin especializado que ellos.
En esas merecidas vacaciones sin nieve del transporte en trineo, el resto de perros híbridos parecían más tristes y ausentes de energía que los demás. Como resignados a un final imprevisto. Incluso cuando la zorra se acercó hasta los límites del restaurante que oficiaba de vivienda permanente de los que hacían del trineo su medio de sustento, ninguno de los canes alzó siquiera una oreja o pareció husmear el aire detectando a la intrusa.
En la mesa las pequeñas parrillas conteniendo brasas ardientes en su interior para que la carne se sobrecocinara o mantuviera caliente, no cesaban de llegar una tras otra, con comensales que a cada segundo nos encontrábamos más alegres en la misma medida que el vino comenzaba a desbordarse en nuestras venas.
Una, dos , tres parrillas y pasamos satisfechos a los postres tan necesarios y digestivos.
Pepe soltó su lengua y dio su verdadera impresión de los argentinos, mientras Alicia y Marta no paraban de preguntar donde podrían conseguir porteños pintones que bailaran tango a su llegada a Buenos Aires.
Café, té Cachamay. Explicaciones de qué es el Dulce de Leche e inútiles descripciones del árabe Alfajor a un español muy bebido, culminaron un almuerzo como aquel que Ceferino había tenido aquel día pero sin mate, truco ni juegos de taba.
Cuando salimos lo primero que dijo María del Carmen fue que la carne no estaba rica, que tenía gusto raro.
Yo miré el canil, lleno de perros extraños y recordé a Amadeo Spichiafuoco, el nieto de Mussolini llegado al campo, que antes de salir de la chacra de Ceferino Sánchez aquel lejano día, había visto con horror un solitario cuero curándose al sol con la extraña mancha de una vinchuca negra sobre fondo pardo. Una vinchuca alerta con las antenas paradas.
Basado en un hecho real.
OPin
Buenos Aires 2011
© Copyright 2011
Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
Buenos Aires 2011
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Pobre bicho!!
ResponderBorrarEso sì que fue gato por liebre! (o algo peor)
Creo que a Amadeo le debe haber sentado mal el asado.
Un abrazo.
Aunque el final es un tanto truculento, me gustó.
ResponderBorrarTan argentino, tan descriptivo,tan bravo, tan bien escrito.
Le admiro, socio.
Así es Gaucho. El verdadero Ceferino al final se lo dijo al tano para que sufriera. Nunca se supo que había pasado entre ellos, pero le dio de comer al perro más sarnoso que tenía y ni se dio cuenta que no era cordero.
ResponderBorrarNoah, a diferencia de otros relatos en que hago comer mascotas, éste es verídico y sobre todo el final. Creo que me comí uno en esa estación de trineos tirados por perros, porque lo que se dice cuero de cordero, cuero de cordero, no vi ninguno (y el asado estaba horrible)
ResponderBorrarCariños.
uhh, qué feo matar perros... pobrecitos todos... leo esto y justo estoy con mi perro muy enfermo...
ResponderBorrary qué buena narración! estupenda!
Gracias Marga. Son cosas que pasan. En otras culturas es algo normal, pero acá era cuestión de una venganza.
ResponderBorrarCariños y gracias por comentar.