Cientos de hospitales. Cientos de maullidos recorriendo los pasillos en busca de alimento.
Mundos secretos con gatunos vigiladores nocturnos propensos a las caricias y remoloneos, y un apetito voraz que no logra sacarlos del famélico raquitismo que rige sus cortas vidas.Son escuálidas siluetas que muestran las costillas mejor de lo que se verían en una radiografía recién tomada.
Dentro de esa banda de secuaces que mantienen el hospital pediátrico libre de plagas, se encuentra un león en potencia, un puma argentino oculto tras una pequeña anatomía cubierta de pelo gris manchado de blanco, bigotes extra largos y una oreja cortada en alguna riña de verano. Dicen que los bigotes del gato definen su ancho y le indican por donde puede o no puede pasar, pero en el caso de Pulguitas, o sobra bigote, o falta ancho. Sin embargo él no busca excusas y suele ser el más osado a la hora de enfrentar los desafíos, incluso se acerca a los humanos sin miedos ni desconfianza, para así recibir como retribución algunos mimos que recorran su curvada espalda hasta donde la cola indica que se ha llegado allí donde usualmente finaliza un gato.
Martín tiene cuatro añitos y la vida le es tan poco propicia como lo es para Pulguitas subsistir el día a día. Visitante reiterado de las salas donde los pequeños reciben tratamientos invasivos para mitigar las deficientes defensas de su recién estrenado organismo, Martín tiene tantas heridas internas como externas para curar. Ya no quedan pruebas ni experimentos que hacer sobre su pequeña anatomía, todo se ha intentado y solo resta la esperanza de que desde algún lugar mucho más alto llegue algún tipo de bendición que revierta lo inevitable y lo aleje de las torturas cotidianas que resiste a sus escasos y vapuleados cuatro años.
Martín tiene cuatro añitos y la vida le es tan poco propicia como lo es para Pulguitas subsistir el día a día. Visitante reiterado de las salas donde los pequeños reciben tratamientos invasivos para mitigar las deficientes defensas de su recién estrenado organismo, Martín tiene tantas heridas internas como externas para curar. Ya no quedan pruebas ni experimentos que hacer sobre su pequeña anatomía, todo se ha intentado y solo resta la esperanza de que desde algún lugar mucho más alto llegue algún tipo de bendición que revierta lo inevitable y lo aleje de las torturas cotidianas que resiste a sus escasos y vapuleados cuatro años.
Hoy Martin recorre los pasillos del hospital con su madre que sostiene en una de sus manos la bolsa de suero que por medio de una sonda llega hasta él. La mamá le cuenta un cuentito, le dice que él es un león y que no hay otro más poderoso que él en esa selva. Martín la mira y ruge con un rugido chiquito pero afinado y por un rato se siente el pibe más afortunado del planeta.
Por razones que solo la suerte conoce, ambos felinos, Pulguitas y Martín, cruzan sus vidas en la desolada playa de estacionamiento del hospital.
Pulguitas estira su osamenta al sol luego de haber comido una albóndiga con tuco añejo que la jefa de enfermeras le había guardado especialmente para él.
Martín vigila a las palomas que se bañan en un pequeño charco de agua bajo la canilla que alimenta la manguera de riego del jardín interior.
La mamá habla con una médica mientras el resto de la pandilla de gatos andan de ronda perdidos por allí adentro buscando algo para subsistir.
Martín vigila a las palomas que se bañan en un pequeño charco de agua bajo la canilla que alimenta la manguera de riego del jardín interior.
La mamá habla con una médica mientras el resto de la pandilla de gatos andan de ronda perdidos por allí adentro buscando algo para subsistir.
Ambos felinos indomables cruzan sus miradas y de inmediato sienten una irrefrenable necesidad de conocerse mejor.
Pulguitas recorre raudamente los primeros diez metros para luego detenerse y caminar lentamente con rumbo cambiante, pero destino cierto hacia el territorio que Martín parecería haberle usurpado.
Martín por su parte no puede alejarse mucho de su mamá y del suero que ella sostiene en su mano, así que simplemente se agacha para atraer más la atención del pequeño gatito.
Pulguitas expresa su remanido "miau" que tantos éxitos le ha dado en el pasado y haciendo zigzag se acerca hasta quedar al alcance de las pequeñas manitos de Martín.
La mamá lo mira de reojo sin darle importancia. La médica, que se había alejado para continuar sus labores, intenta regresar para evitar que un chico inmunosuprimido como Martín, tenga contacto con un gato callejero rebosante de diversas enfermedades.
Ya decía mi abuelo que el tiempo es un señor engañoso. Lo que suponemos un desarrollo lineal que ocupa un largo período de tiempo no deja de ser un simple parpadeo de simultaneidades imposible de detectar.
Así es que casi sin darnos cuenta Martín acaricia el lomo de Pulguitas mientras Pulguitas disfruta cada milímetro recorrido con total deleite. Una imagen de las más normales y previsibles hasta que abruptamente Martín toma la simple y tremenda decisión de pisar la cabeza del desprevenido gato, de forma tan certera que en una milésima de segundo logra partir en dos las vertebras cervicales de un felino que nunca más volverá a moverse por su propia cuenta. Una milésima de segundo más tarde la médica detiene su paso asombrada, sin saber como reaccionar ni si lo que esta viendo es real o simplemente malinterpreta algún juego violento pero inofensivo del niño. No habrá más dudas de aquí en más. Martín toma al gato por la cola inerte y lo revolea una y otra vez haciendo sonar su cráneo contra el asfalto del estacionamiento. Nadie sabe que hacer ni como. Todos quedan paralizados. La furia desatada por la pequeña criatura sorprende hasta al más experimentado de los profesionales médicos y los deja sin aliento, solo aptos para observar con ojos abiertos de par en par y las bocas desencajadas en gesto de mudo asombro. Una y otra vez la despedazada cabeza de Pulguitas vuela por el aire y vuelve a chocar contra el pavimento perdiendo piezas fundamentales de su anatomía hasta formar una masa informe de pelos huesos y sangre difícil de describir. Cuando la mamá finalmente gira su cabeza para ver que es lo que pasa en el otro extremo de su brazo, tan solo han pasado uno o dos segundos fugaces. La sangre aún vuela por el aire sin tiempo para depositarse en el suelo, manchando al niño, a la madre y a las diversas heridas que las sondas han dejado durante cuatro largos años de tortura en su piel.
Cuando al fin se detiene la catártica barbarie, los gritos de los adultos apagan el pequeño gemido que anuncia el último estertor de aquel gato sobreviviente a casi, casi todo.
La médica trata de calmar al pequeño y alejarlo de su presa. La madre, atónita, no sabe que hacer ni como explicar lo sucedido. Apenas logra que se le escurran entre los labios unas pocas palabras parecidas a un "pobre gatito". La médica dueña ya de la situación y de su propia compostura, se expresa con un corto pero sentido "pobre chico" que retumba en la soledad de ese lugar hace un segundo lleno de gritos.
Martín la escucha claramente.
Ante las palabras mágicas detiene su vorágine y erguido de espaldas le presta su más profunda atención.
Ante las palabras mágicas detiene su vorágine y erguido de espaldas le presta su más profunda atención.
En la soleada tarde de invierno de aquel estacionamiento hospitalario, Martín, el pequeño asesino de Pulguitas, gira su cabeza lentamente hacia aquella que lo había entendido y le regala una sonrisa franca, grande de oreja a oreja, que expresa la inmensa satisfacción que lo invade en ese momento.
Es una historia verídica.
OPin
Buenos Aires 2013
© Copyright 2013
Cuentos sin Rumbo
Me gustó mucho...aún cuando me quedo sumamente impresionada...pero a veces uno grita cómo puede...y Martín necesitaba gritar...
ResponderBorrarNunca mejor expresado Elba. Lo tendría que haber puesto en el cuento, pero no se me ocurrió.
ResponderBorrarCariños amiga.